La verdad es que no manejo las leyes porque no soy abogada ni trabajadora social, pero con o sin leyes, lo que contemplo a simple vista no me gusta nada.
Me estuvieron contando, ayer mismo, el caso de unos adolescentes, hijas e hijo, de una de las últimas mujeres asesinadas por su ex marido. Los niños se han quedado a cargo de la abuela, una señora impedida, - a la que tienen que bañar, dar de comer o acostar- con una pensión mínima, el padre en la cárcel, al que por supuesto odian, y sin más consuelo que la nada ante ellos, un futuro oscuro y un presente totalmente negro. Las dos mayores tienen que dejar los estudios y ponerse a trabajar porque no tienen más narices. Parece que les van a conceder un salario de 3.000 € al año para cuatro personas durante tres años. ¡Hollywood!
La noticia de la muerte de la mujer en cuestión, acuchillada por un energúmeno, no fue más que flor de un día, un lúgubre recuadro en una esquina de cualquier diario, una mención en los noticieros televisivos, una pequeña marcha fúnebre, a modo de manifestación, en su pueblo, y para de contar… Después, unos hijos tristes, tristes, sin futuro, sin ganas de seguir viviendo así, sin medios económicos y sin que nadie los recuerde o los ampare.
Hablando un poco crudamente, estos chicos no han tenido la suerte de que a su madre la matara un ETARRA. Ya sé que nada puede compensar la muerte de alguien querido, pero también es cierto que “las penas con pan son menos”. Esos dos pobres ecuatorianos que murieron en
Por mucha ley contra la violencia de género, este asunto continúa mostrando la cara más obscena y embrutecida del ser humano; algo tan sucio que no puede ser exhibido, algo que huele a sexo y a sangre, a patológicas dependencias afectivas, a celos y noches sórdidas en el silencio atronador de lo doméstico: el último reducto de la impunidad, de la impostura más perversa del amor.
Si estos chavalitos hubieran tenido la suerte de que a su madre la hubiera matado un ETARRA cualquiera, aún tendrían el amor o la compañía de su padre, la protección gubernamental, la categoría de “víctimas del terrorismo” reforzada por generosas subvenciones del Estado. Habrían pasado a la historia y podrían ir a estudiar a Harvard si quisieran. Ministros, secretarias de Estado y otras dignidades no dudarían en fletar lo que fuera para acompañarlos en su duelo en países ignotos; los españoles habríamos tomado las calles para clamar contra el crimen.
¿En qué radica la diferencia? Pues en que el primero de los crímenes no es más que la muerte de una oscura mujer a manos de un oscuro hombre, cometido en las tinieblas de lo doméstico, mientras que la muerte de los chicos ecuatorianos se trató de un crimen político con la relevancia que le imprime lo público, ese espacio patrimonio – durante milenios- de los varones.
Cuando las feministas decíamos, allá por los setenta, que “lo personal es político”, pensábamos en que las leyes podrían sacar lo doméstico de la caverna de la impunidad. Ya lo han hecho, pero ¿qué ley será capaz de transformar el orden simbólico patriarcal que tan profundamente mediatiza nuestra percepción y valoración de la realidad?
CASANDRA